Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando
chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por
ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía
pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó.
Nací en Choele-Choel, que quiere decir "corazón de palo". Me ha sido
reprochado por varias mujeres.
Mi vocación se despertó
tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones,
el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin
vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el
más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antiguedades; el más
secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de
estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban
Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la
cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba
con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia.
Este se llamaba "Mar Negro", y marcaba dieciséis segundos en los
trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero esta ya era zona de la
desgracia, provincia de Buenos Aires.
Tengo una hermana monja y dos
hijas laicas.
Mi madre vivió en medio de cosas
que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más
valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber
terminado mi profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios
fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado.
Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la
inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba
sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi
adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir
sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía
incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer
libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo
hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el
dinero. Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura
de nadie. Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además
de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a
Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a
veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años.
En 1964 decidí que de todos mis
oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía.
Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y
llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay
momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de
nuevo, como tantas veces.
En la hipótesis de seguir
escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he
tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en
aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me
falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma
óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a
través de la propia estupidez.
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