miércoles, 10 de julio de 2024

Cuento: El hambre que no espera

 

La olla estaba en silencio, apenas tibia.

El humo, que solía perfumar las calles de Nicol con un aroma humilde a guiso de lentejas, ya no se levantaba como antes. Era un mediodía de esos que huelen a polvo y desánimo, con la vereda rajada y los perros husmeando en bolsas de plástico vacías.

Carmela, con las manos curtidas por años de batallar cucharones y ollas, se quedó mirando la tapa metálica. “Parece un ataúd”, pensó. Le pesaba en los brazos, en los hombros, en la espalda, pero más aún en el corazón. Aquel mediodía, el comedor del barrio Nicol no iba a servir comida.

—¿Y cómo les digo yo a los pibes que no hay? —preguntó, sin levantar la voz, como si hablara sola.

A su lado, dos compañeras asentían en silencio. Marta, de Isidro Casanova, y Luján, del barrio Santa Clara, compartían con ella la misma preocupación. Las tres se habían vuelto hermanas de lucha, aunque la sangre no las uniera.

I

El comedor estaba casi vacío, salvo por un puñado de chicas y chicos que habían llegado con la costumbre, no con la certeza. Se sentaban en las sillas rotas, jugaban con una pelota desinflada, reían como podían. El hambre les tensaba la piel del estómago, pero no les quitaba las ganas de esperar.
Carmela los miraba como quien mira un espejo partido: cada rostro era un reflejo de su propio hijo, de sus nietas, de la infancia que ella también conoció marcada por la pobreza estructural que nunca se fue.

—El hambre no espera —dijo Marta, casi como una sentencia.

Ese día habían decidido reunirse en el comedor, no para cocinar, sino para hablar. La política, esa palabra que para algunos es sinónimo de discursos vacíos, para ellas era la única manera de sobrevivir.

II

—¿Te acordás, Carmela, cuando empezamos con el merendero? —preguntó Luján.

Ella cerró los ojos un instante. Se vio joven, con la panza llena de ilusiones y las manos temblando de miedo. Hacía veinte años que había abierto la primera olla en su casa de chapa y madera. La excusa había sido darle una merienda a los hijos del barrio. “Con lo que hay”, se repetía. Ese “con lo que hay” se había convertido en lema de resistencia.

Pero ahora no había nada. Ni fideos, ni aceite, ni arroz. Lo que llegaba desde el Ministerio de Capital Humano era un simulacro: cajas con polenta vencida, arroz partido, leche en polvo rancia.

—Ni los perros quieren eso —bufó Marta.

—Y encima dicen que con los militares estábamos mejor… —agregó Carmela, recordando lo que había escuchado a un vecino la semana pasada.

Las tres se miraron. Sabían que esa frase no era inocente. Era la forma más cruel del negacionismo, la que se usaba para justificar tanto el hambre presente como las desapariciones del pasado.

III

El gobierno se vanagloriaba en la televisión: “superávit financiero”, repetían ministros y voceros con la sonrisa de los que no conocen la necesidad. Las mujeres del comedor lo traducían en carne propia: menos alimentos para los chicos, menos jubilaciones, menos remedios.

—Con el superávit no se cocina la olla —dijo Luján, golpeando la mesa con la palma de la mano.

—Con el superávit nos están matando de a poco —añadió Marta.

Carmela, que hasta entonces había callado, levantó la voz:

—Yo no voy a mirar cómo nuestros hijos se desnutren. No voy a quedarme quieta mientras Milei festeja con sus amigos de traje. Si quieren hambre, que vengan acá a servirlo en un plato.

El silencio que siguió no fue de resignación, sino de acuerdo. En esas miradas se gestaba una decisión.

IV

En las calles de La Matanza, las paredes hablaban. Los grafitis gritaban “Emergencia alimentaria YA” o “La deuda es con el pueblo”. A cada esquina, la rabia se mezclaba con la esperanza.

Las mujeres del MULCS habían aprendido a organizarse más allá de la miseria. Sabían que el hambre no podía combatirse en soledad. Así, entre ollas populares, marchas y reuniones, se tejía la red de la dignidad.

—Todos tenemos que unirnos y salir a luchar —repetía Carmela en cada encuentro, como si fuera una letanía.

V

La tarde se fue poblando de voces. Llegaron vecinas, llegaron jóvenes, llegaron hombres que al principio dudaban, pero luego se sumaban. La cocina, vacía de comida, se llenaba de palabras.

Una mujer de pelo canoso tomó la palabra:

—Yo ya vi esto. Lo viví en los noventa, cuando el menemismo nos vendió todo. El saqueo se lleva lo nuestro, nos deja sin nada. Y ahora este loco nos quiere convencer de que el mercado va a resolver el hambre.

—El mercado no llena panzas —contestó Marta.

El eco de la frase se quedó flotando en el aire, como un grito que todavía no encontraba micrófono.

VI

El hambre tenía rostros concretos: la nena que llegaba con un tapado heredado y agujereado, el pibe que se dormía en la escuela porque no había desayunado, la madre que debía elegir cuál de sus hijas se quedaba sin zapatillas. Cada historia era un latigazo en el alma de quienes sostenían los comedores.

—A veces pienso que la pobreza es una especie de condena hereditaria —dijo Luján—. Pero después me acuerdo que no, que es decisión política.

—Claro —afirmó Carmela—. Decisión política y traición. Porque a los ricos no les falta nada. A ellos nunca les falta.

VII

De pronto, uno de los chicos se acercó. Tenía unos ocho años, los ojos grandes y la voz finita.

—Señora, ¿hoy tampoco hay?

Carmela sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

—Hoy no, mi amor. Pero vamos a hacer que mañana sí —le dijo, acariciándole el pelo.

El nene asintió con una madurez que no correspondía a su edad y volvió a jugar con la pelota. Esa escena quedó clavada en el corazón de las mujeres como una promesa: no podían fallar.

VIII

La noche cayó sobre La Matanza. En el comedor, las luces parpadeaban y las voces no se apagaban. Había rabia, sí, pero también una fuerza que crecía con cada palabra compartida.

—Nosotras somos las que siempre estuvimos acá —dijo Marta—. Cuando el Estado se borró, nosotras pusimos el cuerpo. Ahora quieren borrarnos de nuevo, pero no lo vamos a permitir.

—El hambre es político —añadió Luján—. Y la respuesta también lo será.

Carmela tomó aire, miró a sus compañeras y cerró la jornada con una frase que se transformaría en bandera:

—Que no nos acostumbren al vacío. Vamos a llenar las ollas con dignidad.

IX

El testimonio de esas mujeres no era un lamento, era una denuncia. Era la voz colectiva de miles que en cada rincón del país resistían al ajuste. Ellas no hablaban solo por sí mismas, hablaban por generaciones enteras que habían sido condenadas al hambre estructural.

Un estudio del CONICET había demostrado que varias generaciones de familias se alimentaron en comedores comunitarios. Esa estadística, fría en los papeles, se volvía carne viva en las palabras de Carmela, Marta y Luján. Ellas sabían que no se trataba de caridad, sino de justicia.

X

El amanecer siguiente trajo una certeza: había que salir a la calle. La decisión estaba tomada. La consigna era clara: “El hambre no espera”.

Ese día, las tres mujeres caminaron junto a cientos de compañeras y compañeros hacia la plaza del barrio. Llevaban carteles, bombos, ollas vacías que golpeaban con cucharones. La bronca se transformaba en música.

Un vecino, desde la vereda, murmuró: “Siempre lo mismo, cortando calles”.

Carmela se detuvo y lo miró fijo:

—No estamos cortando calles, estamos abriendo caminos.

El hombre bajó la mirada.

XI

El relato de esas mujeres, recreado desde la literatura, es también un espejo de este tiempo. Mientras el gobierno de Milei recorta, ajusta y se burla del dolor popular, miles de Carmelas, Martas y Lujanes levantan las ollas vacías como símbolos de resistencia.

El hambre no se esconde, no se tapa con discursos televisivos ni con números en verde. El hambre arde, quema, desgarra. Y en esa herida colectiva se forja también la memoria del presente, la que un día será contada como la memoria de la dignidad.

Porque ellas lo saben: el hambre no espera, pero la lucha tampoco.

Por Gonzalo Niggli

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