¿Por
qué ante la muerte la carta como género? Pienso en los escritos de Rodolfo
Walsh cuando mueren su amigo, el poeta Paco Urondo, su hija, María Victoria
Walsh, o miles de compañeros de lucha, en el marco del asesinato en masa y
planificado, militantes y no militantes, en los años 70,3 pienso incluso en el
cuento “Nota al pie” donde la “nota” del título es una carta escrita por un
suicida (así como las muertes de su hija y de su amigos también tuvieron que
serlo).
La hipótesis con la que trabajo es que Walsh escribe esas cartas, no
sólo porque con ellas se remite a uno de los objetivos más primitivos de la
escritura, el del culto a los muertos, y ante la muerte primitiva parecería
ser la forma que más se adecua al homenaje, sino también porque la carta es más
íntima y pública a la vez que otros géneros,
“La carta que se envía actúa, mediante el gesto mismo de la escritura, sobre
quien la remite, así como también, mediante la lectura y la relectura, sobre
aquél que la recibe (FOUCAULT, 2006: 156).”
La carta es la forma con la cual
Walsh puede expresar afectividad y a la vez intervenir políticamente. Pero
además, por un lado, y todavía siguiendo a Foucault, la escritura es siempre
escritura de sí y esto, la escritura de sí, significa autoconocimiento y
cuidado de sí; por otro lado, para el pensador francés la práctica de libertad
está asociada a ese cuidado de sí, entonces pienso que las cartas se pueden
leer como gestos de afirmación de libertad o, por lo menos, de búsqueda de algún
espacio donde ejercerla.
Fuente: De libertad y militancia política.
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Querida
Vicki:
La
noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión…
cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal
pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a
santiguarme como cuando era chico. No terminé ese gesto. El mundo estuvo parado
ese segundo.
Después
les dije a Mariana y a Pablo: ―Era mi hija. Suspendí la reunión.
Estoy
aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte, no ser golpeado,
cuando tantos otros son golpeados. Si, tuve miedo por vos, como vos tuviste
miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien
por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas.
Me
quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron
muy duros para vos.
Me
gustaría verte sonreír una vez más.
No
podré despedirme, vos sabés por qué.
Nosotros
morimos perseguidos, en la oscuridad.
El
verdadero cementerio es la memoria.
Ahí
te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía.
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Carta a mis amigos:
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Se que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles, pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del
Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad,
de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2° de la organización
Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda.
Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría
Política que combatieron y murieron con ella.
La forma en la que
ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su
probable ingreso, se distinguía por sus decisiones firmes y claras. Por esa
época comenzó a trabajar en el diario La Opinión y en un tiempo muy breve se
convirtió en periodista.
El periodismo en si
no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió
enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a
quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman
empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió
licencia y no volvió más.
Fue a militar a una
villa miseria. Era su primer contacto con al pobreza extrema en cuyo nombre
combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba.
Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más.
La hija de ambos nació poco después.
El último año de mi
hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación
individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos
muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo
de casa en casa. No se quejaba. Sólo su sonrisa se volvía un poco más desvaída.
En las últimas
semanas varios de sus compañeros fueron muertos; no pudo detenerse a llorarlos.
La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el
frente sindical, que era su responsabilidad. Nos veíamos una vez por semana;
cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez
minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener
una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin
embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser
el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada
pérdida.
Mi hija estaba
dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada.
Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y
marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros; el despellejamiento
en vida, la mutilación de los miembros, la tortura sin límites en el tiempo ni
en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral y la delación.
Sabía perfectamente
que en una guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer.
Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro ―la misma con que se mató
nuestro amigo Paco Urondo― con la que tantos otros habían obtenido una victoria
sobre la barbarie.
El 28 de setiembre,
cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a
su hija porque a último momento no encontró con quien dejarla. Se acostó con
ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban
grandes.
A las 7 del 29 la
despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan
de defensa acordado, subió a la terraza con el Secretario Político Molina,
mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He
visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casa bajas, el cielo
amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el
tanque.
Me ha llegado el
testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: ―El combate duró más de una
hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban de arriba. Nos llamó la atención
la muchacha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos,
ella se reía.
He tratado de
entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado
con ella aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas
nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y
sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una
ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines
empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones y el
tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por
el fuego. ―De pronto ―dice el soldado― hubo un silencio. La muchacha dejó la
metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de
tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el
pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy
tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase; en
realidad no me deja dormir. ―Ustedes no nos matan ―dijo― nosotros elegimos morir.
Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron frente
a todos nosotros.
Abajo ya no había
resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron
los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una
cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo
transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si
todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo
más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo
elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió
era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una
síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos
otros son millones.
Su muerte sí, su
muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en
ella.
Esto es lo quería
decir a mis amigos y lo que desearía que ellos transmitieran a otros por los
medios que su bondad les dicte.
Rodolfo
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