HAY DÍAS en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los
que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de
nuestras manos. Éste es uno de esos días.
Y, entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con
urgencia, como quien saliera a la calle a pedir ayuda ante la amenaza de un
incendio, o como un barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y
ferviente seña a un puerto que sabe cercano pero ensordecido por el ruido de la
ciudad y por la cantidad de letreros que le enturbian la mirada.
Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos
aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que
nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos
doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que —únicamente—
los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la
condición humana.
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