Cuento Literario sobre la última Dictadura Cívico Militar
De nuevo se
acercan. Los inhumanos hombres de fajina cruzan otra vez mi camino.
¿Podrá mi corazón soportar, de nuevo, ese delirio inclinado?
El asedio me
aprieta.
Estoy envuelto en un techo sin luz, en una habitación sin aire, en un piso que
parece no tener suelo. ¿Estaré flotando? ¿Estaré soñando?
Nuestra
realidad nos traía la visión de días alegres, y más de una sombra dilecta se
elevaba en nuestro impulso. Volvía a mí el primer amor y la amistad primera,
tornándose nuevo el dolor, repitiéndose el lamento. ¿Estaré soñando?
Vibra mi dolor
y me entra una nostalgia que no sentía desde hace mucho: los viejos, los hermanos,
los amigos. El rígido corazón late suave y blando; vibra mi dolor para
desconocidas muchedumbres. Ellos laten en cada gol, palpitan de alegría en cada
triunfo, mientras la nostalgia de ayer se transforma en el jolgorio de hoy.
Al igual que un
árbol podado, me sobrecoge un estremecimiento. Brotando lágrimas tras lágrimas.
Las paredes, el encierro, la luz que no ilumina, el piso… ya lo había soñado. Y
ahora ¿qué? Otra vez la asfixia y el ahogo.
Me llevan por
un largo pasillo. Me sientan en una silla. Me atan las manos y me colocan una
venda sucia sobre la vista. El clima de la habitación está frío, pero en mi
cuerpo corre una sensación calurosa. En mi pecho retumban las palabras como
estruendos.
Un militar se
acerca, su respiración provoca un frío más hondo que el ambiente. Se ríe.
Murmura con un hombre cercano. De forma abrupta, golpea la culata de su pistola
contra mi rostro. El gusto amargo de la sangre se apodera de mi boca. Escupo.
Otro golpe estalla en mi cabeza.
—¿Qué hice para
que me hagan esto? ¡Hijos de mil putas! —vocifero con el poco aire que me
queda.
—Mirá vos, qué pícaro. Se hace el pelotudo… o acaso no leés mierda.
—¿Estudiar filosofía es mierda?
Recibo un golpe de puño sobre la nariz. Huelo a sangre. Quiero estar en un
sueño, pero no: estoy en carne y hueso, y la sangre me lo confirma en cada
golpe. Sus risas también.
25 de junio de
1978.
Buenos Aires se aglomera en los cementos del Monumental. Setenta y siete mil
doscientas sesenta personas gritan:
—¡AR-GEN-TINA! ¡AR-GEN-TINA!
Me llevan,
pasada la media tarde, a una sala oscura de techo de madera oblicuo, que casi
cae sobre mi cabeza. Una silla, una mesa, algunos cables y tres hombres de pie.
Una radio. La voz de Muñoz.
A los 37
minutos del primer tiempo, gol de Argentina.
—Te dije —grita uno—, “el matado” nos iba a dar una alegría.
Se abrazan. Festejan. Yo huelo a sangre nuevamente. Mi nariz está rota. Mi
alma, destrozada. No quiero vivir más. Quiero irme, pero no puedo.
En las calles,
los autos hacen sonar sus bocinas. Los alaridos sentimentales del fútbol no
dejan ver más allá de esa esfera número cinco que eclipsa a millones de
personas. Nosotros morimos; ellos festejan.
En el
complemento, cuando Buenos Aires corea el triunfo, Muñoz anuncia el gol de
Holanda. Gol de Nanninga. Y yo festejo. Grito el gol por dentro. Me golpean con
bronca, como si fuera mi culpa el empate.
Tiempo
suplementario:
Gol de Argentina. Otra vez Kempes. Nuevamente se abrazan. Gol de Bertoni.
Triunfo militar. Triunfo argentino. Mi latir se frena. Mis piernas se estiran
sobre el piso frío. Dejo caer las manos sobre el torso y me despido. Me dejo
morir.
Por la radio,
la voz efusiva de Muñoz:
—Para que esos señores vean que los argentinos somos derechos y humanos.
Los tres
militares se apilan en un solo grito. Luego, recuerdan que estoy en el piso. Me
levantan, me acuestan sobre la mesa y me golpean sin límites.
Tiempo después,
por la misma radio, escucho el alegato de Videla:
—Este Mundial permite pensar que aún es posible vivir en unidad y diversidad, y
es también el símbolo de la paz. Una paz que merezca ser vivida.
Su voz era
firme, casi paternal. Pero para mí, cada palabra sonaba como un hierro ardiendo
sobre la piel.
Los días se
repiten como un eco.
El encierro me robó la noción del tiempo, pero no de los sonidos. Escuchaba el
repiqueteo de las botas como un tambor que anunciaba tormenta. El olor a
humedad y a miedo se mezclaba con el recuerdo de la voz de mi madre, cuando me
llamaba a cenar.
A veces me
preguntaba si ella sabría que yo estaba ahí, si aún me soñaba libre.
El tiempo, como
el dolor, tiene la costumbre de no avisar cuándo termina.
En algún momento, la puerta se abrió y me arrojaron a un pasillo. La luz me
encandiló. Caminé tambaleando, sintiendo que mis pies apenas tocaban el suelo.
Afuera, el ruido era otro: un silencio pesado, de ciudad de madrugada.
Nunca supe por
qué me soltaron. Tal vez ya había cumplido su propósito: ser un número más en
una estadística secreta.
Han pasado más
de cuatro décadas.
La ciudad cambió su silueta. Los bares ya no son los mismos. El cemento del
Monumental guarda otras voces.
Pero cuando
escucho el rugido de una multitud, un escalofrío me recorre: vuelvo a estar
ahí, en esa sala, con la radio encendida y las botas marcando el ritmo de los
golpes.
Hoy camino
libre, pero con la conciencia de que no todos salimos. Algunos quedaron
colgados en las páginas arrancadas de la historia, en las fotos que nunca se
revelaron. Yo los llevo conmigo, en la sangre y en la memoria.
Hace poco volví
a la plaza donde vi a la mujer del pañuelo blanco. Ya no estaba, pero su sombra
parecía seguir caminando alrededor del mástil. Cerré los ojos y escuché un
murmullo:
—No olvides.
No sé si fue el viento o una voz que sólo yo podía oír.
Me quedé ahí,
quieto, como quien defiende un arco invisible. Entendí que el partido no
terminó, que la pelota sigue rodando en las canchas de la memoria, y que
mientras haya quien cuente lo que pasó, el silencio no nos meterá otro gol.
Y así, cada vez
que la multitud grita, yo me permito recordar que hubo un tiempo en que el
grito de gol tapaba otros gritos. Y que mi deber, ahora, es que eso nunca
vuelva a pasar.
Gonzalo Niggli