Uno escribe a partir de una necesidad de
comunicación y de comunión con los demás, para denunciar lo que duele y
compartir lo que da alegría. Uno escribe contra la propia soledad y la soledad
de los otros. Uno supone que la literatura transmite conocimiento y actúa sobre
el lenguaje y la conducta de quien la recibe; que nos ayuda a conocernos mejor
para salvarnos juntos.
Pero “los demás” y “los otros” son términos
demasiado vagos; y en tiempos de crisis, tiempos de definición, la ambigüedad
puede parecerse demasiado a la mentira. Uno escribe, en realidad, para la gente
con cuya suerte, o mala suerte, uno se siente identificado, los malcomidos, los
maldormidos, los rebeldes y los humillados de esta tierra, y la mayoría de
ellos no sabe leer.
Entre la minoría que sabe, ¿cuántos disponen de
dinero para comprar libros? ¿Se resuelve esta contradicción proclamando que uno
escribe para esa cómoda abstracción llamada “masa”?
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