Mi
querido Paco:
Me
han pedido que escriba una semblanza tuya. Es lo último que yo hubiera querido
escribir, pero me doy cuenta que es necesario que alguien empiece a decir algo
de tu hermosa vida, antes que otros, con más capacidad, puedan estudiarla junto
a tu obra.
Lo
primero que me acude a la memoria es la frase de un poeta guerrillero checo, al
que mataron los nazis, que dejó escrito: “Recuérdenme siempre en nombre de la
alegría”.
Para
nosotros, Paco, la alegría era muchas cosas de cada día: la compañera, la hija,
el hijo y los nietos, un truco, un verso, una ginebra. Pero más que nada era
una certidumbre permanente, como una fiebre del día y de la noche que nos hace
creer que vamos a ganar, que el Pueblo va a ganar.
Es
en nombre de esa última alegría, la que vos no viste y yo no sé si voy a poder
ver, que te escribo. Tal vez por ahí me salga la semblanza.
Te
lloramos, hombres y mujeres, quién podría no llorarte.(…)
En
estos días que han pasado desde que te mataron, me he preguntado qué es lo
importante de tu vida y de tu muerte, qué cosa te distingue, qué ejemplo
podríamos sacar, qué lección nos dio Francisco Urondo.
Tengo
una respuesta provisoria en las cosas evidentes que pudiste ser y en las más
desconocidas que elegiste.
Llegaste
a los cuarenta años con la pasta de los grandes escritores, que no es más que
una forma de mirar y una forma de escuchar, antes de escribir. El problema para
un tipo como vos y un tiempo como éste, es que cuando más hondo se mira y más
callado se escucha, más se empieza a percibir el sufrimiento de la gente, la
miseria, la injusticia, la crueldad de los verdugos. Entonces ya no basta con
mirar, ya no basta con escuchar, ya no alcanza con escribir.
Pudiste
irte. En París, en Madrid, en Roma, en Praga, en la Habana , tenías amigos,
lectores, traductores. Podías sentarte a ver desfilar en tu memoria el ancho
río de tu vida, la vida de los tuyos, volcarlos en páginas cada vez más justas,
cada vez más sabias. Con el tiempo quién lo duda, habrías figurado entre esos
grandes escritores que eran tus amigos, tu nombre asociado al nombre de tu
país, pedirían tu opinión sobre los problemas que agitan al mundo.
Preferiste
quedarte, despojarte, igualarte a los que tenían menos, a los que no tenían
nada. Lo que era tuyo era fruto de tu esfuerzo, pero igual lo consideraste un
privilegio y lo fuiste regalando con una sonrisa. (…)
Estuviste
preso, sobre el fin de la dictadura de Lanusse. En la cárcel, sin esperarla,
volvió la literatura. Esa noche del 25 de mayo de 1973, cuando el pueblo
victorioso embestía contra los muros de Devoto y centenares de compañeros
festejaban la libertad inminente, te encerraste con los sobrevivientes del
fusilamiento de Trelew y una grabadora. Escuchaste, mientras en la calle subía
ese rugido impresionante de la multitud empujando la reja “¡abran carajo, o se
la echamos abajo!”. Escuchaste como nunca, atento a cada temblor en la voz de
los que habían resucitado del espanto. Manejaste esa historia como de chico
debiste manejar el bote, allá en tu río, dejándote llevar por su corriente, con
apenas un toque de tu pala –una pregunta- para enderezar el rumbo. Allí fue más
cierto que nunca que escribir es escuchar. De ese impecable ejercicio de
silencio salió La patria fusilada, un libro que ya no era tuyo, porque era de
muchos. (…)
No
te hacías ilusiones sobre la supervivencia personal. En todo caso, estabas
preparado para la muerte, como las decenas de muchachos y muchachas que se
juegan diariamente en una pinza, en una operación. O más bien como decías en
uno de tus poemas: “Anoche soñé –seguía diciendo el soldado- que mi hija y mi
nieto nacían simultáneamente en este mundo que vendrá. Ahora puedo morir en
paz, aunque sería mejor que esto ocurra dentro de mucho tiempo”.
No
fue tanto, cuando te llegó el momento –en una cita de rutina y te batiste.
Ellos eran demasiados en esa tarde aciaga. Un coronel te insultó en un
comunicado, los diarios no se atrevieron a publicar tu nombre, te iban a
enterrar como a un perro cuando te recuperamos.
Era
el fin de una parábola. Son los pobres de la tierra, los trabajadores
secuestrados, los torturados, los presos que fusilan simulando combates. Son
las masas las que van a sepultar a tus verdugos en el tacho de basura de la Historia.
No
soy quién para decir cuál fue tu mejor libro, tu mejor cuento, la mejor línea
de tus poemas. Pero pienso que tu obra literaria, tan inseparable de tu vida,
nos va a ayudar a resolver esa pregunta tan trillada sobre lo que puede hacer
un intelectual revolucionario.
Puede
hablar con su pueblo y de su pueblo poniendo en ese diálogo lo mejor de su
inteligencia y de su arte; puede narrar sus luchas, cantar sus penas, predecir
sus victorias. Ya eso es suficiente, ya eso justifica. Pero vos nos enseñaste
que no le está prohibido dar un paso más, convertirse él mismo en un hombre del
pueblo, compartir su destino, compartir el arma de la crítica con la crítica de
las armas. Gracias por esa lección.
Rodolfo
Walsh.
Semblanza escrita en
ocasión de la muerte de Paco Urondo. Julio de 1976.
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